Buenos consejos (H.4)

Véase El cántaro roto (H.1).

La escena muestra a dos personajes sin relación aparente. En primer plano, un niño erguido, vestido con ropas populares, levanta un azadón mientras, en un plano más retrasado, está sentado un fraile anciano que lo mira gravemente. Con su mano derecha señala una calavera en el suelo y con la izquierda alza un crucifijo. El azadón del niño, del que se nos oculta el rostro, se alza en paralelo a esa cruz. La composición tiene la solidez habitual en los dibujos de este cuaderno, y está construida gracias al claroscuro que ilumina determinadas zonas de la anatomía del muchacho, frente al segundo plano que ocupa el monje, quien queda en sombras. Se observa el uso de distintos recursos de los ofrecidos por el lápiz: trazos en zigzag para dibujar el cabello; trazos paralelos para distinguir las vestimentas de ambos personajes; distintos tonos de sombreado en gris, así como contornos más definidos hechos con el lápiz litográfico, destinados a perfilar el hábito del monje. Gassier destaca la falta de dulzura en la mirada del monje hacia el niño y la severidad de su actitud, como si éste representara los aspectos más trascendentales de la existencia frente al tipismo cotidiano, representado por el joven labrador. En cambio, Michael Armstrong Roche (en Mena, 1988) hace una lectura política de la escena, adjudicando al monje la representación de la vida contemplativa y ociosa del clero, mientras que el niño, con su postura activa y su herramienta de labrar, representaría la vida de trabajo productivo elogiada por el ideal ilustrado.