Autorretrato

Joaquín María Ferrer, político liberal exiliado, y su esposa alojaron a Goya en París durante el verano de 1824, al comienzo de los cuatro años del exilio francés del pintor. Como muestra de agradecimiento, les hizo obsequio de este dibujo, en el que se autorretrató de perfil, a sus casi 79 años, con una gorra de visera. Numerosos trazos cortos a pluma sirven para sugerir las fibras de la tela del abrigo y la gorra, o el cabello ensortijado en la nuca, que deja visibles las orejas. La huella del tiempo se hace evidente en los párpados y las comisuras de la boca, que hacen un gesto entre despreciativo e irónico. Sin embargo, Julián Gállego, entre otros, afirma que este último autorretrato de Goya es una asombrosa afirmación de perenne juventud, por la actitud firme del rostro, por la mirada todavía viva y penetrante y, quizá, porque Goya se ha tocado con una gorra y no con un sombrero de copa. Representa así al joven viajero, apelativo con que lo llaman por esas fechas cariñosamente Leandro Fernández de Moratín y Manuel Silvela, sus amigos en el exilio bordelés. La historiografía coincide en interpretar el ánimo y carácter del Goya anciano a través de esta última imagen que construye sobre sí mismo: decidido, en alerta, nada acomodado en la vejez y abierto al cambio y al aprendizaje, ya sea experimentando con el procedimiento de la litografía o, forzado por las circunstancias, iniciando una nueva vida con su familia en una ciudad extranjera. El aspecto con que se presenta es, definitivamente, el de un hombre contemporáneo.